La primera Edad de Hierro presenta un nuevo ritual funerario, la incineración, que refleja un cambio ideológico en la sociedad. La adopción de esta práctica se ve favorecida por los contactos entre diferentes pueblos europeos. En un primer momento, hay una pervivencia de las antiguas tradiciones con la coexistencia de inhumaciones e incineraciones en la misma necrópolis.
El nuevo rito incinerador presenta dos variantes: los campos de urnas y las estructuras tumularias, que participan de un mismo espacio geográfico y cronológico, de una afinidad ritual y de una cultura material paralela. Habitualmente, las necrópolis estaban cerca de los puntos de agua, para realizar los rituales purificadores, y de los poblados. La misma organización y jerarquización social consideraba el rito funerario como un ítem más del estatus, y no permitía el acceso al grueso de la población.
Las características del entierro eran, a grandes rasgos, la incineración del cadáver y la colocación de los huesos y las cenizas en un contenedor cerámico. Este recipiente era enterrado en una pequeña cavidad acompañado del ajuar, compuesto habitualmente por objetos de adorno, objetos de uso personal y la panoplia guerrera. El contenedor era de cerámica, realizado a mano o en el torno, conocido como urna de orejetas.