En el siglo XVII, la Iglesia católica fomenta la religiosidad popular y refuerza el poder de la imagen como instrumento para comunicar su doctrina. El crecimiento de la población y la aparición de nuevas órdenes religiosas hacen que se amplíen iglesias y se construyan nuevos retablos. Manresa se convierte en uno de los centros productores de escultura más destacados durante la época del Barroco.
Siguiendo la tradición medieval, los retablos renacentistas están pensados desde una visión narrativa, y en ellos predomina la pintura en plano. Durante la primera mitad del siglo XVII, fue ganando terreno la escultura, hasta ocupar todo el retablo. La estructura del retablo se mantuvo, pero poco a poco adquirió mayor movimiento y volumen.
A lo largo del siglo XVII, los talleres de escultores manresanos se consolidan. Algunos de sus representantes, como Joan Grau y su hijo Francesc Grau, consiguen el reconocimiento y trabajan en obras de mayor prestigio por toda Cataluña. Ya en el siglo XVIII, los últimos representantes de la escuela manresana, especialmente Josep Sunyer y Jaume Padró, dan el paso hacia un Barroco más académico, de formas neoclásicas.