Entre los siglos VI y III a. C., el sur y el este de la península ibérica vieron el desarrollo y el esplendor de la cultura íbera. Los íberos formaban una sociedad eminentemente agrícola y sedentaria. Vivían generalmente agrupados en poblados situados en colinas y amurallados, formados por casas con zócalos de piedra, paredes de barro y tejados vegetales. Montbarbat es un magnífico ejemplo de ello. Este estado de urbanización, aunque incipiente, ya comportaba una cierta jerarquización y especialización de la sociedad, favorecida por el comercio, que los íberos efectuaban sobre todo por vía marítima con griegos y cartagineses. Desde el punto de vista técnico y cultural, habían conseguido importantes avances, entre los que cabe destacar el trabajo del hierro en herramientas y armas y la alfarería, de la que eran auténticos expertos. Pero los íberos, pese a pertenecer a una misma cultura, estaban políticamente desunidos a causa de las características de su sociedad y su sistema económico. Así, las luchas entre ellos eran frecuentes. Por este motivo se trataba de un pueblo esencialmente guerrero, y los elementos defensivos en sus poblados eran ineludibles.