En el verano de 1918, tras el fracaso de su exposición en las Galerías Dalmau, Miró decide imprimir un cambio de estilo en su pintura. Pinta entonces una serie de paisajes procurando captar los más pequeños detalles. Retrato de una niña muestra esa minuciosidad.
Esta pintura concilia dos influencias. Una es el arte oriental, que seguramente conoce gracias a la estampa japonesa, muy popularizada por aquel entonces y perceptible tanto en el refinamiento del dibujo como en la hábil simplificación a la que somete el planteamiento naturalista. La otra proviene de los frescos románicos, que inspiran la serenidad de la composición y una sensación de intemporalidad, fruto de la mirada impersonal pero profunda de la niña, así como de la frontalidad, la severidad y la eficacia de una paleta muy restringida.