A lo largo del siglo XIX, los talleres de los artistas fueron a menudo un lugar con más funciones que la de ser un espacio de creación. Los talleres se convirtieron en verdaderos cenáculos desde donde los artistas proclamaban sus ideas y mostraban su nuevo papel dentro de la sociedad burguesa. A menudo se convirtieron en una herramienta de representación del nuevo estatus del artista moderno. El taller de Marià Fortuny en Roma fue un claro exponente del taller del artista coleccionista, un nuevo perfil que nació a mediados del siglo XIX y que llevó a Barcelona desde Roma el pintor Tomás Moragas, maestro de Rusiñol desde 1876.
En un primer momento, la necesidad de obtener modelos para copiar y poder recrear atmósferas verosímiles en las pinturas hizo que muchos artistas comenzaran a coleccionar objetos antiguos. Esta experiencia los convirtió en verdaderos especialistas en las antigüedades que coleccionaban y que también podían restaurar o vender, como una actividad complementaria de la práctica artística.
Rusiñol, como la mayoría de los artistas coleccionistas de su generación, ya no era coleccionista para obtener modelos. Sus colecciones, en gran parte de obras relacionadas con las artes del objeto, eran un manifiesto de su defensa de la obra artesanal, del trabajo manual y anónimo, ante el artificio impuesto por el mercado del arte burgués.