Cementerios, entierros, la presencia cercana de la muerte en general, fueron temas bastante habituales en la obra pictórica y literaria de Santiago Rusiñol, sobre todo en la década de 1890.
Cementerio de Montmartre, pintado en 1891, se nos presenta como una pintura extraordinaria en la que Rusiñol, mediante un juego de luces que se sustenta básicamente en tres colores (gris, ocre y blanco), consigue crear una atmósfera triste.
El cuadro se muestra en una perspectiva descendente, tomada no muy lejos del apartamento del artista en el Moulin de la Galette. La perspectiva de bajada otorga una sensación de lejanía que favorece su contemplación despersonalizada.